06 February, 2010

MAYÚSCULAS

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Esta de la foto, es la primera máquina de escribir que utilicé. Si lo sé, me conservo muy bien. Nadie diría que soy tan antigua, no obstante hay que admitir que la máquina se conserva aún mejor que yo. Ya antes de saber escribir me gustaba sentarme a aporrear las teclas, y creerme que esas teclas se tienen que aporrear para que se muevan. Recuerdo un día que se me quedó el dedo índice atrapado entre la v y la b mayúsculas y  la r y la t minúsculas. Tuvo que rescatarme mi madre. Crecí un poco y  aunque seguía aporreando las teclas, me molestaba en escoger las letras tratando de formar palabras y frases, y con ellas escribía cartas a mis amiguitas, empezaba cuentos, hacía carnets para los clubs secretos de la hora del patio (fuimos brujas secretas, Ángeles de Charlie secretas –numerarias supongo-, cantantes secretas…)

La máquina desapareció durante una temporada. No la eché a faltar. Para mi comunión me habían regalado una Olivetti portátil,  un reloj digital Casio y una Polaroid. Sin duda era una niña moderna. Con la Olivetti, en seguida entendí que lo mío con la tecla de las mayúsculas no iba a ir bien. Nunca he dejado de mirar al teclado al escribir y cuantas veces debí mirar al papel  para descubrir que llevaba tres frases con las mayúsculas y las minúsculas cambiadas? Todavía me pasa, y aunque ahora borrar es fácil me jode igual. Puta tecla de las mayúsculas. Y total, por ahorrarse una teclas.

Más allá de mis diferencias con las mayúsculas con los teclados modernos, del asunto del dedo no me quedó ningún trauma con esas teclas ni con esas letras, y que no haya tenido novios que se llamen Víctor, Borja, Roberto o Toni es casualidad, nada que ver con el episodio del dedo atrapado entre teclas.

La máquina reapareció entre trastos un buen día de reestructuración doméstica. De nuevo me apoderé de ella y la plante en mi habitación.  Se había despertado mi romanticismo (y cierta pasión por acumular trastos). Rescate una americana beatelera de cuero raído de mi padre, vestidos hippies de mi madre, y otras cosas valiosas como su colección de singles.

La máquina había sido de mi abuelo, que posiblemente ya la compró de segunda mano. No lo conocí, apenas coincidimos mis primeros días de vida y no he visto más que un par de fotos suyas, una con su amada Vespa y la otra con un sombrero a lo Bogart. Una lástima no haberlo conocido. Por lo que he oído me hubiera gustado: rojo, aventurero, romántico, culto,  guapo, simpático, alegre, conquistador y vividor. Eso es lo que un día me dijo de él mi abuela, y remató “un embaucador”. Claro que no me lo dijo la abuela que se casó con él,  esa nunca me dijo nada la pobre. Supongo que en aquellos tiempos un marido así debía ser una putada. Siempre me he preguntado que habría escrito en esa máquina. ¿Panfletos antifranquistas? ¿Poesías? ¿Cartas conspiradoras?

Hoy he vuelto a ver la máquina en casa de mi padre. La he acariciado un poquito. No tiene tinta y hay alguna tecla que está rota, por lo demás sigue en buen estado. Por un momento he pensado en llevármela disimuladamente, pero debe pesar entre 15 y 20 kilos. Tampoco me veía diciendo “¿me dejas la máquina que tengo que escribir una novela de peso?”. Así que la he dejado  en su sitio y me he venido a mi casa, y me he sentado ante un triste y frío teclado de plástico, que debe pesar medio kilo y en el que, al menos, nunca se escribirá una novela pesada.

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